No pasaba yo de los 12 años; corrían los años 80 (sí, soy ya prácticamente un cuarentón, pero aparento 38)… en casa sólo había un televisor –en color, eso sí– y todas las tardes de verano mantenía una lucha feroz con mi madre para que me dejara ver, a eso de las 3 y media ó 4 de la tarde, el final de etapa del Tour de Francia. No hay lucha más grande que la que puede llegar a mantener el primogénito de cualquier familia con su madre, si ésta es joven y aún poco maltratada –cariñosamente hablando, claro está–. Luego ya con los años las fuerzas les van flaqueando y los hijos posteriores, hermanos pequeños, se suelen encontrar el camino más hecho y donde antaño había montañas infranqueables, luego sólo quedan pequeñas colinas que se superan fácilmente. La mujer, con toda la buena intención del mundo, quería que yo durmiera la siesta mientras ella veía plácidamente la telenovela de la Primera.
No estaban mis huesos por esa labor. Aún por hacer, pero fuerte como un roble; flacucho, pero con más energía que las pilas Duracell, no había manera de que me quedara en la cama mientras yo sabía que a unos pocos miles de kilómetros Perico Delgado estaba a punto de atacar en pleno corazón de los Pirineos franceses. Yo lloraba, protestaba, suplicaba, peleaba… y a veces conseguía que me dejara ver la etapa y otras no. Lo mismo le ocurría al bueno de Perico, a veces perdía y otras ganaba, pero él siempre atacaba. “¡Ataca Perico!”, narraba emocionado el periodista Pedro González tristemente fallecido en accidente de tráfico años después.
Los que hemos tenido la suerte de ver a Pedro Delgado en acción ya no podemos disfrutar del ciclismo de hoy en día, donde todos los ciclistas parecen ir sincronizados, y donde la táctica consiste en mantener un ritmo constante. Perico, no, él era distinto. Recuerdo una de sus tácticas más llamativas cuando en medio de una subida como que se descolgaba del grupo de cabeza, dando la impresión de que le estaban fallando las fuerzas, hasta que de repente se levantaba de la bici, daba 4 pedaladas lentas mientras bajaba piñones, y cuando menos se lo esperaban los rivales metía un terrible ataque que levantaba de los asientos a media España. Es lo que ahora se conoce como “levantar las pegatinas” de los rivales en la bicicleta. Yo, con el tiempo, ya presentía unos segundos antes el momento exacto en el que iba a atacar. Esa emoción la llevo dentro de mí, y ese espíritu de lucha y esa garra me acompañan en cada cosa que hago en mi vida diaria. Gracias, Perico.
Un chico como yo, que cuando veía alguna película de kárate en la tele bajaba a la calle a pegar patadas a las papeleras y codazos al aire cual Daniel LaRusso (Karate Kid), ya os podéis imaginar que cuando montaba en bici con los amigos del barrio y la carretera se ponía un poco cuesta arriba, lanzaba el más feroz de los ataques mientras gritaba a los demás: “¡ataca Perico!”, metiendo muchos minutos de distancia entre mi California XL2 verde, amarilla y blanca, y las bicicletas de mis vecinos y amigos. Hoy en día todavía lo hago… pero sólo queda como una anécdota más, ya que no me suelo distanciar más de 4 ó 5 metros…
Luego vino lo del accidente. Me rompí la nariz; bajaba a tumba abierta por una carretera de doble sentido; me cerré demasiado en la curva, o el coche se abrió un pelín; choqué frontalmente; perdí el conocimiento; no me rompí las piernas de milagro, pero estuve sin poder andar unos días; la rueda delantera de la bici quedó como si le faltara un quesito, y pasaron varios meses hasta que la llevé a reparar al taller, una vez pasado el susto. Siempre he pensado que si no llega a ser por este accidente, quizá me hubiera dedicado profesionalmente al ciclismo. Se me daba bien. Me gustaba. Pero la bici y yo nos enfriamos.
No fue hasta los 17 años que me pillé una bicicleta de montaña. Y lo hice por amor. ¿Por amor al ciclismo? No, que va. Resulta que conocí a una chica que vivía a las afueras de mi pueblo, y mi madre me compró una bicicleta que le costó 25.000 pesetas (unos 150 euros), para que yo pudiera ir a verla por las tardes al salir del instituto. Gracias, mamá. No hay mejor gasolina para dar pedales que el amor. Creo que tuve que batir el récord de la hora en varias ocasiones cuando acudía a su llamada veloz como el rayo sobre mi bicicleta. El amor terminó, como siempre, pero seguí utilizando la bicicleta para volver en solitario al sitio donde ella y yo nos solíamos reunir perdidos en medio de aquella montaña, sentados sobre aquella piedra que sabe Dios dónde andará.
Después intercalé periodos de hacer mucha bicicleta con otros de abstinencia total. “On and off” que dirían los ingleses. Hasta que en una de esas fases activas, conocí a Laura, la que hoy es la madre de mi hijo miniJAF. Ella comparte conmigo su vida y su afición por el ciclismo de montaña. Pasan los años pero yo siempre he mantenido el mismo espíritu encima de las distintas bicicletas que he tenido. Para mí, el ciclismo es atacar, luchar por distanciar a los demás, tratar de arañar unos segundos al crono, o dejarte el alma para que ese que llevas delante no aumente la distancia que os separa.
No entiendo el ciclismo sino como un sufrimiento voluntario con el que tratas de superarte constantemente.