¿Por qué El Veleta?
Desde hace ya muchos años, tantos como me separan de mi etapa estudiantil de Ciencias Naturales en la añorada EGB, he mantenido viva la ilusión de subir hasta la cima más alta de la península ibérica, el Mulhacén. Mi idea original siempre fue la de subir andando, porque entendía que no se podía subir en bicicleta hasta sus 3.479 m s.n.m., y que no os confundan estas palabras, se sigue sin poder subir en bicicleta hasta esa cima, pero desconocía que es relativamente sencillo subir hasta su vecino, el Pico del Veleta, a 3.398 m s.n.m. Sólo son 80 metros menos, y a estas alturas de la vida no nos vamos a poner tan quisquillosos.
¿Cómo planificamos la ruta?
Gracias a Google Maps y las redes sociales, me fue muy fácil encontrar el sendero más bonito y único que sube por La Alpujarra granadina hasta la cima del Veleta. Nada que ver con la masificada y facilona subida que se puede hacer desde Granada, pasando por la estación de esquí de Sierra Nevada, Pradollano, etc. Subir hasta allí arriba ya tiene mérito, pero hacerlo desde el lado más inhóspito tiene que ser la repera, pensé. Y en nada me equivoqué.
Después de navegar por foros donde otros ciclistas, que habían subido antes, escribían sus opiniones y experiencias, decidí que lo mejor era acometer la proeza en el mes de agosto: así evitaríamos las nieves que algunos relatan que se suelen encontrar todavía en los meses de junio y julio, las cuales suelen impedir el acceso hasta el punto más alto del Veleta, y pensé que quizá en septiembre podía hacer ya demasiado frío, y que lo haríamos desde el pueblo de Capileira: donde alquilé un bonito piso rural en el centro con 3 habitaciones por unos 120 euros/día.
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En nuestro espacio en Wikiloc podéis descargar el track gps de esta ruta:
Capileira, el lugar ideal
A Capileira, que se encuentra a unos 1.400 m s.n.m. llegamos jueves, y estuvimos ese día y el siguiente adaptándonos a la altura y disfrutando de unos días de relax con la familia. El gran momento iba a ser el sábado por la mañana. Aunque vivimos otro "gran" momento cuando el sobrino de Laura vomitó mi querido coche (tiene 9 años pero yo lo quiero como si fuera nuevo) en pleno curveo llegando a Capileira, y es que ya sabemos lo que tienen las carreteras de montaña... que marean.
Nuestra idea era empezar la subida desde el mismo pueblo, pero los dos días que estuvimos allí nos sirvieron para darnos cuenta de que la carretera estaba muy empinada y decidimos quitarnos los 8 kilómetros de constante subida que separan Capileira del punto de control forestal situado a unos 2.100 metros, hasta donde subimos en coche con nuestras bicis cargadas.
¿Miedo? Respeto más bien
Es cierto, empezamos la aventura con mucho respeto. Pero pensamos que es un respeto que siempre hay que tenerle a lo desconocido, y que nunca se debe intentar hacer algo en plena Naturaleza salvaje de lo que no estés muy seguro de poderlo conseguir, y aun estándolo, siempre surgen imprevistos.
Efectivamente, esto del “imprevisto” siempre viaja contigo, vayas donde vayas. Y a nosotros nos apareció cuando Laura casi rompe el cambio tratando de pasar de plato pequeño a plato grande en plena subida. Sí, ella es así, quería subir a plato desde el principio. El resultado fue un desviador de plato defectuoso donde rozaba la cadena constantemente… A punto estuvimos de abortar la ruta cuando apenas llevábamos 200 metros de pedaleo, pero no lo hicimos, entre otros motivos, porque para llegar hasta allí habíamos tenido que hacer 300 km de coche, y además teníamos a muchos amigos pendientes de nuestro reto.
Esto es algo que suelo hacer últimamente mucho. Cuando quiero intentar algo que yo sé que es difícil, lo pregono a los 4 vientos… Es una forma de meterme presión a mí mismo. Una manera de llenar mi mente de imaginarias caras decepcionadas de amigos y familiares que tristemente, o alegremente en algunos casos, contemplan mi vano intento de conseguir tal o cual cosa. Eso me sirve para apretar aún más los dientes, ya sea preparando un examen, o escalando el Veleta, y tener un motivo más para no abandonar… jamás.
Los primeros kilómetros
Con un incesante rechinar de cadena procedente de la bici de Laura, pero con los ojos llenos de ilusión, continuamos nuestra ascensión por un ancho camino rodeado de todavía grandes pinos plantados sobre prados verdes. A nuestro lado pasaban, de vez en cuando, los autobuses de la Junta de Andalucía que suben a los turistas hasta los pies del Mulhacén. Sólo nos cruzamos con 3 ciclistas, entre ellos un biker madrileño, al que mandamos un fuerte saludo, si lee estas letras, que sí había salido desde Capileira, donde había dejado a su esposa, e intercambiamos comentarios ilusionados sobre lo que nos quedaba por delante y lo bonito que era aquello. Parece que no, pero a 2.500 metros lo que más apetece es encontrar la calidez de otro ser humano que te reconozca que está tan preocupado y orientado como tú.
Pronto la vegetación se volvió escasa, y las rocas se iban erigiendo como las únicas figuras en pie aparte de nosotros. A partir del cruce que va hasta el Refugio de Poqueira, el camino se volvió senda, y se empinó un poquito más. La cosa se puso seria y fue el momento en el que verdaderamente nos dimos cuenta de que igual no era tan sencillo y bonito llegar hasta el Veleta desde esa vertiente. Tengo que decir que me sorprendió mucho la decisión y entereza mostrada por Lauri en todo momento. Nunca conjugaron sus labios el verbo “abandonar”.
Lo que allí aconteció
No voy a gastar mucha tinta en describir el paisaje. Ahí están las fotos y los vídeos que estoy seguro os dejarán tan boquiabiertos como a nosotros. Prefiero detenerme un poco más en cuáles fueron nuestras sensaciones y dolores.
Lo más llamativo fue que por mucho que comía, no conseguía calmar mi hambre. Sí, hambre de hambre. Yo, que nunca suelo comer nada cuando salgo a montar en bici, me comí una bolsa de nueces peladas, un plátano, un zumo, y unas 10 gominolas azucaradas, y aún seguía teniendo hambre. Una vez de vuelta en la civilización, un amigo que se ha pateado varias cumbres de diversa índole me dijo que lo normal es lo contrario, ya que la falta de oxígeno te suele quitar el hambre… Raro, pero cierto. Lo que sí es habitual es el dolor de cabeza que sufrió Laura durante toda la ruta. Se tomó un ibuprofeno pero aun así siguió quejándose levemente de ese malestar. Mal de altura, supongo, pero nada grave.
Párrafo aparte merece el frío, el cual se hacía cada vez más presente con cada kilómetro de ascensión, hasta llegar a un punto en la cima en el que tuvimos que ponernos el chubasquero para continuar. Ojo, no es que fuera un frío invernal, pero sí que nos hizo un poco de daño a unos murcianos como nosotros que veníamos de estar a 40 ºC a la sombra en pleno agosto. Nada que no se pueda remediar llevando unos buenos manguitos y una braga para el cuello, como los que llevaban los numerosos ciclistas que ya bajaban mientras nosotros subíamos. Manguitos y braga para el cuello que nosotros olvidamos llevar, por cierto. Ahora caigo, que quizá el hambre tan exagerada que sufrí pudo deberse al frío.
El premio, la cima
La llegada a la cima es lo más duro de todo. Los últimos 300 metros son tan empinados que la mayoría de ciclistas allí presentes preferimos hacerlos a pie empujando las bicis. Fue bonito llegar, huelga decir que las vistas desde la cima del Veleta son impresionantes, pero pienso que la acumulación de gente que encontramos arriba desmereció un poco el momento. ¿De dónde salió tanta gente si durante toda nuestra subida fuimos prácticamente solos? Subían a bandadas desde la otra cara de la montaña, desde el lado de Pradollano (Sierra Nevada). Supongo que lo que suelen hacer es subir en coche hasta la estación de esquí y luego caminar unos kilómetros hasta la cima.
Esa circunstancia me recordó al tramo final del Camino de Santiago, desde León más o menos. Los peregrinos que vienen haciendo el camino desde Roncesvalles o más allá caminan cabizbajos, en silencio, doloridos, casi arrastrando los pies y hasta con aspecto sucio me atrevería a decir. En contraposición con los que acaban de empezar el camino en León o más acá, que caminan con sus mochilas de Hello Kity, sus mallas rosas y sus limpias deportivas, mientras ríen y hablan a carcajadas, señal de que el Camino para ellos no está suponiendo ningún tipo de sacrificio. ¿Entonces para qué lo hacen? Por la foto, supuse y supongo.
La vuelta, rápida y peligrosa
El descenso fue rápido, muy rápido. El mayor peligro, aparte de perder el control y despeñarte ladera abajo hasta el lago helado más cercano, eran las afiladas piedras longitudinales sobre las que teníamos que rodar a preocupante gran velocidad. Eran verdaderas cuchillas que tuvimos que ir, más o menos, sorteando con suerte. No fue tan afortunado ese biker que alcanzamos en nuestro descenso debido a que estaba parado con la cubierta rajada… y a 3.200 metros no hay taller mecánico, ni coche que pueda subir a recogerte.
Descendimos como prófugos que escapan de la cárcel. Sin mirar atrás; más veloces de lo habitual; sin un minuto que perder, ni siquiera en grabar un vídeo, y muy concentrados. Sabedores de que si llegábamos al final, si volvíamos a casa sanos y salvos, habríamos hecho algo muy grande. No era cuestión de cagarla en el último momento.
Fin
¿A que no sabéis lo primero que hicimos cuando llegamos a los coches? Sí, comernos unos sándwiches de jamón serrano y queso. ¡Seguíamos teniendo hambre!
Moraleja
Sin duda, estoy seguro de que cuando esté a punto de cerrar los ojos para siempre –espero que dentro de muchos años- las imágenes de aquel lugar que quedaron grabadas en mi retina serán unas de las que me vendrán a la mente, y casi seguro que me harán sonreír.
2015, el año que subí al Pico del Veleta.